Violencias
Por extraño que parezca es más fácil perdonar, y lo difícil y probablemente imposible es poder llegar a olvidar. Porque lo que se exige no es custodiar el alma y bucear en la causa de todo mal, sino salir a las calles porque la vida ha de progresar. La vida de los otros, de los espectadores y de los canallas, de los comerciantes de tu culpa y de los que te callan sin pestañear.
Nada parece estar contaminado porque los desagües ya llevaban tiempo oliendo muy mal. Y en el hedor que nos rodea no es sencillo hacer ver que el más mínimo arrebato de poder hunde sus garras con tanta facilidad que hasta los pájaros no cesan de cantar.
A un lado y a otro y detrás de todas las puertas del mundo puede aparecer la sombra, cualquier sombra, y con ella una nueva punzada que a veces no te deja ni respirar. Otras veces jadeas, porque puedes reconocer que un nuevo episodio te va a marcar. Nada es efímero cuando el dolor atraviesa hasta la zona intercostal.
Te puedes acostumbrar. De eso no cabe la mayor duda. Los torturados y los sitiados en épocas de guerra lo saben. Hasta a la falta de vida en el penúltimo aliento. Las manzanas no caen por la teoría de la gravedad. El hombre atiza las ramas hasta que se cansa de golpear. No es la gravedad. Es el hombre. Tu padre, tu compañero, tu amigo…
Y está tan cerca que ofrecer su cabeza no solo es impensable, es hasta ilegítimo poder mostrar las manos manchadas de sangre porque el culpable reside en el mismo hogar, o viene de visita cuando está dispuesto a «jugar». Cerca, tan cerca que la familia se pliega, se cubre con su capa y deja de ver lo que ya habita en su piel.
Cuando ya no queda nada para extirpar es cuando deja de ser importante hasta la capacidad de sufrir. Y pensar se convierte en una pesadilla, y todas las reflexiones se hacinan golpe a golpe, hasta quedar incrustadas en la memoria como lo hacen las enredaderas en las paredes y muros de cualquier hogar.
Y resulta insoportablemente escabroso incluso poder llegar a olvidar…

Photo by joséluis vázquez domènech