Un dominio propio

Una de las más lúgubres maniobras de nuestras democracias es convertir la búsqueda de la verdad en delito y, de paso, hacer creer que las reflexiones que emanan de esa búsqueda sean consideradas subversivas o radicales.


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La Guerra Mediática (III)

Los cuatro jinetes de la «Democracia Europea»

Del mismo modo que al hablar del matrimonio podemos hacer alusión a la endogamia o la exogamia, al matrimonio por captura o por consentimiento, referirnos a la monogamia y la poligamia, a la poliandria y a otros muchos factores e ingredientes que hacen de ésta institución social una costumbre que ha vivido muchas alteraciones, lo mismo deberíamos hacer con el concepto de Democracia.

Sabemos que desde los análisis de las “formas reales de gobierno” realizados por Aristóteles hasta hoy ha habido transformaciones muy profundas, y también sabemos que los diferentes tipos de gobierno que se han ido estableciendo a lo largo de la historia han estado siempre más cerca del poder que de la ciudadanía. Desde el siglo V antes de Cristo, al menos en el uso teórico del término (porque su implantación generalizada bien podría decirse que apenas ha tenido una repercusión real en ningún lado), cientos de filósofos, pensadores, politólogos, ideólogos, y un sinfín de predicadores, se han ido posicionado con respecto a esa combinación que habría de darse entre los factores políticos, económicos, el estado y sus leyes y el conjunto de la ciudadanía. Y en líneas generales, podemos llegar a la conclusión de que nos han estado tomando el pelo.

Es lógico que pararte a pensar en la Edad Media o en el periodo de entre guerras sobre cuál habría de ser el sistema perfecto para administrarnos mejor como sociedad nos llevaría a posicionamientos bien diferentes porque partiríamos desde premisas altamente contaminadas por el ritmo de los acontecimientos. Pero ello no nos puede nublar la mirada para ser incapaces de ver que el pueblo, siempre, termina bajo el yugo de grupos sociales dominantes. Es igual que hablemos de ciudades-estado o de estados nacionales; la amenaza siempre ha sido constante y las democracias no han dejado de estar asediadas o, en el peor de los casos, abortadas antes de que pudieran florecer en el descampado de la esperanza.

Actualmente, y para ir concretando, basta señalar que lo único que experimentamos es el señuelo de la democracia, y basta comprobar para ello la ingente cantidad de reglamentaciones existentes para, precisamente, negar a la ciudadanía su posibilidad de participación. Queda claro que quienes dicen ser nuestros gobernantes se apropian de todas las licencias  para consagrar sus arbitrarias formas de articular el poder, y subsiste así una estrategia que inmediatamente conduce a  una ruptura importante entre las estructuras estatales y el conjunto de la sociedad.

No hay más que observar la foto de los cuatro mandatarios reunidos en Versalles días atrás, que sin vergüenza alguna manifiestan cómo ha de ser el futuro de la Unión Europea. ¿Quiénes son Merkel, Rajoy, Gentiloni y Hollande para determinar por obra y gracia del espíritu santo el devenir de millones de personas de las que pasan olímpicamente?

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Estamos enfrentados a manipulaciones sociales de alta intensidad. Y los medios de comunicación, en vez de plantearse qué clase de legitimidad y en base a qué criterios (u órdenes) se establece dicha cofradía, celebran el enorme valor de éstos inadaptados sociales para salvar Europa de una catarsis que ellos mismos manipulan. El núcleo duro de la intransigencia!

Su único fin es limitar la defensa de nuestros derechos y profanar los valores de nuestras libertades, y nos someten “en nombre del bien común”.

Uno de los mayores males de nuestras democracias es que se ha ido extendiendo la creencia de que las leyes son el fundamento de las causas justas. Y viene bien recordar a Montesquieu, “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”.

No conozco ninguna definición de Democracia que se ajuste a nuestra realidad política y social. Por tanto, es urgente no permitir que se siga hablando de ella desde el menosprecio generalizado, y disponernos a renombrar nuestro sistema de gobierno con cualquier término que le haga, esta vez sí, justicia.

En cambio, conozco miles de ejemplos y argumentos que confirman la tesis de que estamos imposibilitados para poder hablar del “gobierno del pueblo”.

La manipulación del lenguaje es una carga pesada que debemos abandonar.

Capitalismo y Democracia son incompatibles. Es más, el primero solo busca la concentración de poder contra la posibilidad de abrir cauces de participación ciudadana y tiene una visión instrumental de la democracia. Esto es, ésta únicamente es buena cuando funciona dentro de un marco determinado de relaciones sociales y de propiedad. Tal y como señala James Petras, el capitalismo tiene una visión relativista: “Cuando extiende sus intereses y fortalece sus posiciones estatales está en la onda democrática. Cuando sus intereses están violados y amenazados, pasan a la política opresora y apoyan un régimen autoritario.”

Todo indica que la gente no comprende realmente lo que nos han hecho. Solo tenemos el derecho de aceptar lo que otros deciden por nosotros. A eso le llaman Democracia y aun así se sigue yendo a votar.

Grecia fue quien marcó el camino de la democracia, pero también donde se crearon el drama y la farsa para sus espectáculos teatrales. Y como perfecta representación de dichos elementos, a la que hemos asistido estos últimos años, tenemos el ejemplo perfecto de lo que hoy se entiende en Europa por Democracia. Con Alemania al frente, y con el excelente trabajo de los medios de comunicación, nos han hecho creer que el país heleno no es sino una banda de irresponsables defraudadores y que por ello han caído en desgracia.

Es cierto, hicieron muchas cosas mal, pero fue todo un entramado financiero y político el que ocultó una miserable maniobra. Cuando Grecia fue admitida en la zona euro nuestras queridas instituciones, a pesar de su evidente fragilidad y de sus escasos recursos, consideraron que existían todas las garantías necesarias para recibir créditos masivos y baratos. Llovieron sobre Atenas ofertas de financiación a tipos de interés de risa, en particular por parte de bancos alemanes y franceses que incitaron a los gobernantes helenos a endeudarse a bajo coste y a largo plazo para adquirir principalmente material militar alemán y francés.

Hoy podemos hablar de un país humillado y aniquilado, que ha perdido el 26% de su PIB, donde los salarios han bajado un 14%, el 20% de la población no puede permitirse una comida y donde la falta de vivienda se ha triplicado en los últimos años.

Son algunas de las consecuencias concretas de lo que permite y subvenciona la Unión Europea. Una unión que establece sus parámetros de actuación en términos de dinero, y de la que podemos decir con tranquilidad que no basa sus acuerdos a partir de la solidaridad, sino desde la estrategia de los mercados. El euro, que supuestamente iba a ser el primer punto de partida para la integración está resultando ser el mecanismo perfecto para abrir la brecha de la desigualdad y la existente entre los países fuertes y los débiles.

Hay lecciones que nunca deberíamos olvidar, pero el rodillo de la guerra mediática sostiene con precisión las mentiras y el sillón que hay que respaldar. Alemania quedó humillada por el Tratado de Versalles, y casi 100 años después hace lo propio con el pueblo griego, un pueblo que le brindó su ayuda en 1953 en el Acuerdo de Londres.

Este Acuerdo sobre la deuda externa germana consistió en la quita o anulación de una gran parte de esa deuda por parte de los países acreedores. Grecia formaba parte de ese grupo y votó a favor. Así, este hecho fue clave para la rápida reconstrucción de dicho país, hasta el punto de que su crecimiento supuso su resurgimiento como potencia mundial.

Ningún Sistema Político que depositara su confianza en el poder del pueblo obraría de tal manera permitiendo hechos tan lamentables como los que protagonizan nuestros impresentables gobernantes. Pero este es tan solo un capítulo, una nimiedad en el vasto territorio que ocupan las inexistentes democracias.

Para quien no lo haya visto, tiene aquí la oportunidad. Deudocracia, un documental que busca las causas de la crisis y de la deuda en Grecia, y que propone soluciones que los gobiernos y los medios de comunicación dominantes ocultan y lo seguirán haciendo…, hasta que ya sea tarde.

Por favor, dejad ya de hablar de democracia.

Colaboración para Iniciativa Debate

 

 


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La violencia como estrategia: 02

¿Cuándo es ley y cuándo es crimen el uso de la violencia?

La expansión fuera de lugar protagonizada por la violencia durante este siglo invita a pensar que no hay posibilidad alguna de revelar su existencia sin poder hablar del enorme conflicto que acarrea, visible sin lugar a dudas en las grandes migraciones que causa. Son innumerables las señales de horror y zozobra que están vivas en nuestras sociedades, pero lo son también las intransigentes medidas para afrontarlas que desde la política se plantean.

En tales circunstancias se resquebrajan los fundamentos que sostienen al Estado como garante de una convivencia pacífica, y las democracias se vuelven permeables a toda una serie de extraños acontecimientos respaldados por una legalidad encorsetada propia de situaciones de urgencia.

En dicho contexto podríamos rastrear, por ejemplo, el mapa socio-político tras los asesinatos de Ayotzinapa, ¿muestran las trágicas consecuencias de dicha violencia, o lo que vienen a reflejar es la expresión de fuerza de un Estado que recurre a ella para no ceder ante la vigilancia de la democracia?

Casos así hacen posible que poco a poco se vayan sucediendo (y lo que es peor, permitiendo) un mayor número de situaciones violentas y represivas por parte de los Estados, con actuaciones que pretenden ser normalizadas e incluso necesarias, pero que lo único que consiguen es pervertir las libertades e impulsar las tiranías.

Las consecuencias de todo amanecer invernal van exigiendo refugio, calor y la protección necesaria frente a tanta barbarie. Pero he aquí que estamos ante un dilema que poco ayuda para resolver la opulencia de tanta mezquindad. ¿Cómo vamos a buscar abrigo en casa de nuestro propio verdugo?

Revolcándonos en la legitimidad de la violencia no alcanzamos a subsanar tanto delito. Pero hemos de hacerlo para gravitar a su alrededor y después posibilitar un nuevo argumento.

La pregunta inicial, por tanto, se mantiene y ha de ser pragmática. ¿Cuándo es ley y cuándo es crimen el uso de la violencia?

En toda forma de Estado se define a éste como única entidad autorizada para ejercer la violencia en el territorio que lo conforma. Esta teoría ha de contemplar la legitimidad necesaria, otorgada lógicamente por los habitantes que en dicho territorio se integran.

Photo by Joséluis Vázquez Domènech

Photo by Joséluis Vázquez Domènech

Dicha legitimidad es concedida bajo unas premisas determinadas, pero éstas se encubren y tergiversan hasta el punto de traspasar todo límite de legalidad y, además, querer ocultarlo.

El monopolio de la violencia recae en manos del Estado y, por tanto, nadie más podrá apropiarse de él sin que sea penado o criminalizado. La excepción vendría de la promulgación de leyes autorizadas para tal fin, es decir, de la posibilidad de utilizar la violencia para defenderse uno mismo o para defender sus propios bienes (entendiendo siempre que dicha autoridad es ofrecida, claro está, por el propio Estado).

Esta arquitectura administrativa se extiende a todos los países de nuestro entorno, y si bien el Estado concentró los medios de violencia para pacificar la sociedad, todo parece indicar que en su desarrollo abrazó la causa de la disciplina como eficaz medida de control y seguridad.

Hasta tal punto ha sido así, que abandonando su función principal ha terminado por ensalzar un Estado penal donde las doctrinas autoritarias son la máxima en su actividad.

Así, el interrogante se bifurca. Por un lado habría que determinar dónde están los límites de su ordenamiento y, por otro, constatar cómo se procede para despojarnos de tanta justicia.

Si algo hay que revelar sobre el modo de pronunciarse de nuestras democracias es, sin duda alguna, el excesivo uso de reglamentaciones ad hoc para minimizar la respuesta ciudadana. Queda claro que los respectivos gobiernos se apropian de todas las licencias  para consagrar sus arbitrarias formas de articular el poder. Y subsiste así una estrategia que inmediatamente conduce a  una ruptura importante entre las estructuras estatales y el conjunto de la sociedad.

Considerando las múltiples maniobras empleadas por las diferentes jefaturas nos daremos cuenta de que estamos enfrentados a manipulaciones sociales de alta intensidad. Dichas estrategias están dirigidas con precisión, con el único fin de limitar la defensa de nuestros derechos y profanar los valores de nuestras libertades. Generalmente arropados bajo argumentos exóticos y subvencionados por el capital y los beneficios de las élites.

El funcionamiento de los sistemas de partidos, la regulación de las representatividades políticas, las licencias de comunicación y libertad de radio y prensa, las construcciones de mayorías irrelevantes con las cuales poder gobernar, el fraude de la separación de poderes o la implantación del miedo como elemento propulsor que nos coacciona, son solo una pequeña parte de las perturbaciones a las que nos someten “en nombre del bien común”. Éstas medidas excepcionales tienen un respaldo que contribuye a poder evitar su deterioro, y a este respaldo lo llaman La Ley…

Uno de los mayores males de nuestras democracias es que se ha ido extendiendo la creencia de que las leyes son el fundamento de las causas justas. Razón de más para no olvidar dos de las ideas fundamentales que expongo: los Estados perviven a través de mecanismos insuficientes de legitimación y la ley que les ampara no responde a los parámetros de la justicia sino a los intereses manifiestos del poder. Viene bien recordar a Montesquieu, “Una cosa no es justa por el hecho de ser ley. Debe ser ley porque es justa”.

Este análisis da buena cuenta, a través de la Ciencia Política, de la necesidad de transformar los principios por los que se regulan nuestros Estados. Pero es la Historia, con su espléndida biblioteca, la ciencia que narra todo lo que acontece y quien mejores y más respuestas nos brinda. Todas las libertades, sociales y políticas, todas las mejoras económicas y todas las transformaciones que han dado lugar al derrocamiento de poderes, élites, imperios, o gobiernos absolutistas, se han producido siempre bien a través de revoluciones sociales o bien con la inestimable ayuda de innumerables revueltas.

Recordatorio. Quien nos domina no nos va a conceder el privilegio de escaparnos de sus lindes. Aunque busquemos otras formas, casi todas las salidas de la opresión han sido y seguirán siendo violentas.

Esta pequeña alusión puede sonar contundente, y para muchos, insolente. Sobre todo en estos tiempos de indignación de manos blancas y de silencios cómplices. Pero el cambio, si se desea, ha de corroborarse a través de la postura que se defiende. Es imposible la transformación sin la exigencia del cambio radical de los acontecimientos. O lo que es lo mismo, no es posible indignarse para pedir dicho cambio si no contribuimos a la ruptura de parte del sistema. Siempre, claro está, que el propio Estado no retroceda o deje de alimentar la violencia (claros ejemplos son los mal llamados procesos de paz, como puede ser el de Colombia).

El sistema, el Estado, los gobiernos y nuestras democracias, están muy bien diseñados para asustarnos, para disuadirnos, para hacernos ver aquello que no existe, para aprender a distinguir entre el mal y su justicia. Todas las herramientas están a su alcance. De ese modo, que alguien pueda mirarse y declararse antisistema es no solo extraño, sino hasta delictivo. Tememos hasta el significado desnudo de las palabras, reconstruidas para protegernos de nuestros pensamientos y nuestra actitud.

Electores, pobladores, habitantes y vecinos, saben que ha de haber responsables, saben que la política no funciona, que nuestro país se tambalea, que las finanzas nos ahorcan, que las multinacionales nos violan. Millones de personas saben que este sistema no solo no nos ayuda, sino que nos estrangula, y están en contra de su mecanismo, de su puesta en escena. Saben que es necesario ir contra él y que hay que derribarlo, para construir uno nuevo. Y casi nadie se atreve a creerse antisistema…

Mantener la pasividad o la negación (también intelectual) es como intentar ganar la batalla refugiándonos en casa del enemigo.

La violencia no es siempre la misma. En la confrontación y lucha por la dignidad y por los derechos, su conciencia revuelve la diplomacia. Cuando los nuevos pobladores persiguieron a los indios, éstos necesitaron hacer uso de ella para sobrevivir en sus montañas. Cuando los europeos colonizaron África, los esclavos enfundaron las armas para impedir su exterminio. Cuando los turcos decidieron batallar contra el pueblo armenio desarmado, los aniquilaron, y un millón y medio de habitantes fueron forzados a marchas kilométricas, atravesando zonas desérticas para morir de hambre, de sed, de robos y violaciones.

Cuando la maldad te mira de frente y quiere borrar tus pisadas, puedes rebelarte o no, pero no hay ética que respalde tu caída ni razón que ampare o defienda tus heridas. No hay cobijo para la barbarie, y a veces, hay que hacerle frente.

¿Tiene el amenazado que legitimar su derecho a la defensa? Estamos bajo las órdenes de terceros que degradan nuestra moral y nuestras conductas. Las leyes de nuestros gobiernos socavan el orgullo de los ciudadanos, y nos someten a penurias que anulan hasta nuestra voluntad. La inmoralidad, el engaño y la perversión son los colaboradores represivos a los que ya nos han acostumbrado.

Lo acontecido a lo largo de la Historia no ha de cubrirnos los ojos, sino abrirnos la mirada. Lo dejó escrito un alemán, Max Stirner, hace muchos años; “El estado llama a su propia violencia ley, pero a la del individuo crimen.”