Un dominio propio

Una de las más lúgubres maniobras de nuestras democracias es convertir la búsqueda de la verdad en delito y, de paso, hacer creer que las reflexiones que emanan de esa búsqueda sean consideradas subversivas o radicales.


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Ganas de vivir

Esta simple apreciación, tan demandada en nuestro nuevo siglo y tan inspiradora de continuados sueños, alcanza su mayor esplendor en las conmemoraciones populares. Quienes participan fervientemente en ellas nos hacen creer que están allí por una suerte de designio, razón por la cual se sienten con muchas ganas de vivir.

Cuando dicha experiencia se retransmite para todo el mundo, observamos que existe esa capacidad para salir a las calles y disfrutar. No importa que hablemos de ceremonias religiosas, civiles, deportivas, folclóricas o incluso políticas en un momento dado. Lo que importa es contagiar ese deseo, ocultando en la medida de lo posible la existencia de otros seres engalanados de aburrimiento.

Siempre me llamó la atención esa confraternización que elogia el esplendor multitudinario y socava otras formas de vivir, más intimistas, más sosegadas, más escondidas y, muchas veces, hasta más reprimidas en sus fueros internos. Las “ganas de vivir” también vienen acompañadas de un sustrato cultural dominante en el cual la lectora de ensayos, el jugador de ajedrez, la amante de los fósiles o el opositor constante
están minusvalorados, sobre todo, por su excesiva querencia a la quietud y al silencio.

Cuando nos enfrentamos al hecho social, predomina siempre el sentir mayoritario. Y cuando nos enfrentamos a nuestras propias incertidumbres, también. Y ahí radica la dificultad de poder ausentarse con dignidad, de saber decir no con elegancia y sin ataduras pendientes. Hay que aprender a convivir con la diferencia sin mostrar desinterés pero haciendo acopio de paciencia, y hay que saber ponderar tus
principios dosificando el énfasis y los dogmatismos de cualquier protagonismo.

Cuando nos enfrentamos al eco que llevamos dentro, la resolución puede no atender a razones y dejarnos anclados en nuestro propio yo, sin que importen las vicisitudes temporales y el marcaje de los nuevos ritmos musicales.

Las modas están para igualar, e incluso el sentir de nuestras vidas se convierte en patrimonio de la publicidad. Y llegado un punto, es como si no hubiera otras formas de gozar u otros modos de pactar con el tiempo y disfrutar.

Pero ello no impide que podamos reivindicar también otros mil y un anhelos de vida; sin necesidad de habitar los mismos espacios, sin urgencias para acudir allí donde estalle el estruendo social.

… Desde el borde de la bahía, esperando que la inmensa ola nos lleve o, por el contrario, confiando en que la podamos divisar. Cada cual a su manera, profesando con sus propias ganas y debatiendo con los singulares métodos del vivir.