Bajo el monopolio del amor romántico
La implicación del amor romántico en nuestras biografías ha traído consigo una serie de argumentos vitales que están erosionando la buena marcha en el discurrir de las relaciones de pareja.
Estos argumentos son consecuencia de la idealización con que se observa el mundo, a través de unas lentes que solo permiten visionar sueños inconsistentes. La eterna durabilidad de la magia, una educación sentimental accidentada, la búsqueda de otras mitades, o la subordinación del placer al sentimiento de culpa representan algunas de las manifestaciones heredadas de esta abrupta doctrina del amor.
Pero hay además una divulgación o afirmación que incumple toda norma para la buena conexión de las libertades asociadas y las emociones compartidas: la posesión del otro como símbolo de pertenencia, logrado eso sí, con la única condición de la causa amorosa, en la que queda de manifiesto el usufructo (derecho de goce o disfrute de una persona ajena) bajo titularidad única y monopolizada.
La no aceptación de esos términos rompe una de las reglas de oro del pensamiento erótico consagrado, y descalifica a quienes osan incumplirlo, o a quienes sostienen su nula capacidad de éxito a largo plazo.
No importa que las parejas sepan que al cabo de un tiempo su deseo esté minado. Apenas se le da importancia al hecho de que las esperanzas ocultas y los impulsos no se refrigeren. El autoengaño toma fuerza para sostener los pilares de un edificio que necesita ser restaurado. Y lo más terrible, se retiene sin fundamento alguno, el cuerpo latente.
Este modo de transitar, además de no permitir la espontánea aplicación de nuevas sensaciones, coopera de buena forma con la limitación de uno de nuestros principios básicos, tal y como sucede con la búsqueda de la autonomía personal. No tanto porque parece restringir los movimientos, sino también porque consigue instalar unos perversos efectos en todos los ámbitos de la vida cotidiana.

Ilustración: Almudena Carreño Torremocha
La sensación de no terminar de lograr una conciliación perfecta con uno mismo es notoria. Y ello sucede porque los sentimientos no están cimentados desde la personal construcción del mundo, sino desde el distintivo con el que etiquetamos a la pareja. Y ésta última, no consigue reflejar nuestras verdaderas inquietudes y biorritmos, sino esa otra mitad que ni es nuestra, ni podrá serlo nunca.
De este modo, al diseñar de antemano la vacante existente en nuestras propias experiencias, lo que terminamos por hacer es amoldarnos a la llegada de un intruso del que nos han dicho ha de cubrir una falta que por sí llevamos grabada a fuego.
Algo tan cotidiano es una “inspiración” constante en la música, el cine o la literatura. El rastreo de príncipes y princesas no ha desaparecido; sigue latente en las modernas actitudes de las nuevas generaciones. La práctica del sexo sigue anquilosada en el mismo esquema machista y heterosexual, y no fluye como elemento de placer autónomo, sino como referente del mismo orden de dominio. El hecho de que las relaciones sexuales comiencen antes, o sean más propensas (supuestamente) a desvincularse del amor, no significa que hayan alterado ninguna imagen; tan sólo han derivado en otras secuencias, pero con el mismo patrón.
La exclusividad sexual en la pareja pervive a estos cambios sin despeinarse. Porque todavía no hemos aprendido a reconocer el valor de nuestra soledad y, sobre todo, a conquistarla desde nuestra absoluta integridad. La otra mitad es un delirio, una perversión que nos encarcela de a dos. De ahí las enormes dificultades en las separaciones o en las aspiraciones rotas.
En realidad no existe una única persona que haya de refundar nuestra visión del amor; podemos coexistir con cientos de individuos que pueden deleitarnos, complacernos, y ayudarnos a palpar infinidad de posibilidades. Expandirnos es necesario, porque la particularidad constriñe.
Publicado en ssociologos.com y en iniciativadebate
imagen, almudena carreño torremocha
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